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  • Foto del escritorMundo Rural TV

'Chucho como yo', por Luis Leal



¿Qué tienen Nero, Pantufa, Júnior, Jacob y Rocky en común más allá de haber sido los perros de mi familia? La respuesta es fácil: eran chuchos. Es decir, perros sin raza definida, resultado del cruce de diversas razas, o, si echamos manos del uso coloquial y peyorativo de la lengua portuguesa (“rafeiro” sería la traducción), algo “que no sirve, de mala calidad, con mal aspecto” o, sencillamente, “vagabundo”.


Lo único que no tenían mis perruchos era una raza definida, pues, cada uno a su manera, especialmente Júnior (mi incondicional amigo que jamás olvidaré), eran animales dignos, nobles, bellos y llenos de humor. Como Jacob, un Joe Pesci bodeguero de orejas puntiagudas, mafioso de cuatro patas que, después de un periplo de meses, regresó a casa únicamente para nos refregar en el morro que nunca le domaríamos la Camorra que llevaba en la sangre.


Tuve la suerte, desde crío, de la amistad perruna, sin embargo, la vida apartó, durante casi dos décadas, su presencia de mi casa. He sentido muchas veces la añoranza de los paseos por el campo, de la cabeza en mis piernas pidiendo caricias, moviendo la cola de alegría al verme, de las carreras detrás de la pelota o de las idas y venidas de su hocico buscando gatos, liebres o comida en la basura.


En mi memoria quedó el olor a perro, la baba en los pantalones y aquel domingo de convivencia del grupo de parejas al que mis padres pertenecían en nuestra parroquia. Pasé la mayor parte del tiempo jugando con un perrito gordo, peludo, una especie de peluche vivo, siempre detrás de mis Nike de ir a misa. Me acuerdo de preguntar a su dueño, un joven latifundista, de qué raza era.


- Es un “rafeiro alentejano”. ¿Quieres ver a sus padres?


Ya sabía lo que era un chucho (un “rafeiro”), pero aquel cachorro era como yo, alentejano y sin


ninguna virtud de cuna, salvo la cabezonería de ir detrás de los cordones y de la sinceridad del paisaje. La perrera era enorme, como la corpulencia de aquellos dos animales, sobrios y de expresión tranquila. El macho, más grande que la hembra, me pareció más cabezón. Vinieron de inmediato con el dueño que les acarició el pelo grueso y me dijo que podía hacer lo mismo, que no me extrañarían, ni me harían daño. El “rafeiro alentejano” es dócil y cómplice de los niños. Excelente perro de guardia, seguro y vigilante en las horas de oscuridad, no duda en usar valerosamente sus mandíbulas robustas para defender a los suyos de cualquier intruso.


- Están sueltos por la noche en el monte, al más mínimo ruido dan la señal. Él tiene cuatro años y ella es un poco mayor. El perrito con el que estás jugando, el último de la camada, tiene su mamá solo para él. ¡Es un bello animal! Un amigo mío viene a por él la semana próxima…


Creo que fue mi mirada de fascinación, o que tal vez el labrador intuyese la heráldica de mi apellido, pero sus palabras se hicieron un sueño que recuerdo con una sonrisa infantil.


- Si quieres, en la próxima camada, te quedas con uno.


Mi padre, allí cerca, asintió.


Durante meses pregunté si había noticias aquel señor tan simpático. Supe, años después, que lamentablemente nos dejó antes de tiempo. Y mi “rafeiro alentejano” fue creciendo lejos de mí. Estoy seguro de que sus antepasados molosos lo impelieron a buscar otros rebaños por esta Península Ibérica fuera. Yo hice lo mismo.


Quien nace chucho, y alentejano, no escapa a su carácter, a la llaneza de su espíritu. Y, la verdad es que, hace un año, cuando mi alma se amedrentaba ante un lobo negro, tan cobarde como su manada disimulada, llegó a mi territorio ese “rafeiro” que se me regaló, tomando su lugar en el seno de nuestra familia.


Donnie, nuestro “rafeiro alentejano” (posible descendiente de mastín extremeño), ese cachorro abandonado a los siete meses, de pelaje lobero, con su pecho ancho y profundo, se puso a mi lado, recuperando la fuerza de mi vasta planicie, profunda en silencio y cabezona como el sol rompiendo por entre jirones de nubes.


Vive libre por la Raya y eligió ser leal a los míos. Territorial, cela por la tranquilidad de nuestro campo. Este perro, que el buen terrateniente me regaló, fue de una camada tardía. Tiene el “pedigree” que verdaderamente me importa. El de la tierra inmensa, de la tranquilidad, del pan. La herencia de gente sencilla, tiznada de sol y de amarguras, cuya genética amastinada corre por mis venas y protege mi perímetro vital por si algún lobo se me acerca.

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